Opinión de Álvaro Díaz García
Con la perspectiva de la semana que ha transcurrido, y tras
el envite en tablas por incomparecencia de las partes el jueves en la Copa del
Rey, el Atlético-Villarreal todavía colea en la mente de la mayoría de
aficionados que estuvimos el domingo pasado en el Vicente Calderón. No por lo
ocurrido en el terreno de juego, evidentemente. Iremos olvidando poco a poco
que ese fue el día en que los del Cholo cayeron por primera vez como locales en
2014; que Gabi hizo un penalti o que Godín, por un momento desde hace no se
sabe cuánto, pareció vulnerable a causa de un chavalín llamado Vietto.
En ese archivo que mezcla percepciones con sentimientos, sí
recordaremos que el ambiente era raro, muy raro, quizá como nunca. En un
estadio no muy proclive a la crítica a todo lo que huela a rojiblanco, pocos
son los motivos en la historia reciente que han movido a la hinchada a
protestar por algo que no sea el (no) rendimiento del equipo, con aquel
lanzamiento de huevos a los jugadores el año del descenso como máximo exponente
del bochorno. El embargo del club y los pitos al entonces administrador Rubí
Blanc y la pequeña marea verde-amarilla de protesta contra los Gil (sin olvidar
la labor que realiza Señales de Humo) que se difuminó cuando llegaron los
buenos resultados podrían ser lo más llamativo a señalarse en ese sentido.
Pero entonces sucedieron los acontecimientos de Madrid Río.
Más que el asesinato de Jimmy –que también-, la vergüenza que significaron las
imágenes de lo sucedido aquella mañana previa al Atleti-Depor hizo que esto
calase más hondo que la muerte, también a manos de miembros del Frente
Atlético, del seguidor de la Real Sociedad Aitor Zabaleta. Las redes sociales difundieron
las imágenes como la pólvora y una actitud menos tibia por parte de la LFP han
provocado que una sociedad harta se canse también de las barbaridades que vive
el mundo del fútbol y su burbuja. Y ese
principio de la nueva era, que no tiene marcha atrás, se empezó a vivir el
domingo. Con fuertes medidas de seguridad, con dudas y pareceres distintos, lo
que me pareció más destacado fue la invalidez de la indiferencia: todos tenían
su opinión y había ganas de mostrarla.
Así, a los pocos minutos, ese niño que es la afición del
Atleti se arrancó a dar sus primeros pasos y a mirar a los ojos a su padre, el
Frente Atlético, que hasta ahora les había guiado. El acuerdo tácito
anteriormente firmado no es válido en este período. Se trataba de demostrar
autonomía y de trazar una línea roja que hasta ahora, por diversas razones, no
se había pintado. El fin –lo mejor para el Atleti- de unos (afición no ultra) y
de otros (ultras) es, supuestamente, el mismo pero ya no el camino, en el que
el Frente hasta ahora marcaba el paso y el resto iban de la mano o detrás,
mirando hacia otro lado o bajando la cabeza según convenía.
O, no nos engañemos, participando: sin llegar
al extremo de arrojar a una persona al río pero sí entonando cánticos
vergonzantes o lanzando objetos al campo, por poner dos ejemplos. La complicidad
no es igual que la autoría; un general anónimo de las SS no es Hitler, pero
cada uno debe asumir su parte de culpabilidad y responsabilidad. Ahora que el
Frente Atlético está en el búnker, perdido, también hay y habrá desertores,
para quienes la redención está al alcance de su mano. La violencia es la
consecuencia del odio y mientras éste no se erradique por educación, que sea el
control quien lo amarre. El “café para todos” que era el fútbol hasta ahora,
donde se percibían ciertas conductas sociales inconcebibles en cualquier otro
ámbito, se ha acabado.
Las primeras zancadas fueron titubeantes pero
esperanzadoras. Del “Somos nosotros, Atleti somos nosotros” entonado por todos
menos el Frente se pasó a la respuesta de éstos: “Si no nos queréis, no cantéis
nuestras canciones”. Relativamente respaldado el primer cántico, el segundo sí
generó una pitada grande contra papá, que se siente maltratado y traicionado,
por lo que decidió actuar con resentimiento. La arrogancia le hacía reafirmarse
en su porción de terreno y su ausencia de ánimos al equipo muestra al aire su
endogamia y egoísmo. “Yo soy más del Frente Atlético que del Atleti”, pude
escuchar decir a un aficionado a la salida del Vicente Calderón, casi contento
por la victoria del Villarreal. En esa zona del campo, tras el gol del
Submarino Amarillo, no hubo intentos de recuperar al herido Atlético de Madrid,
solo reproches hacia el resto de la grada con el mensaje implícito de “sin
nosotros no sois nada”. Tan colchoneros como los españoles con la rojigualda en
la muñeca y el dinero en Suiza.
Esa división e inseguridad general tuvo que llegar a los
jugadores. La regla es fácil: los ambientes no deciden los partidos, pero sí
los condicionan. De visitante se presupone hostil; como local una atmósfera
extraña genera incertidumbre. Es de esperar que los marineros de un barco que
lleva navegando mucho tiempo a favor se extrañen cuando por un momento solo
perciban brisa. Lleva navegando mucho tiempo con viento a favor. Mirar el mapa resulta que estás en el Triángulo de las
Bermudas. Y el partido ya se ha perdido.
Como el capitán Simeone sabe manejar hasta el rumbo de los
mares, mi preocupación es solo relativa. La tripulación solo tiene que seguir
trabajando como hasta ahora. El Titanic ha rozado un iceberg que ni de coña
debe hundir la nave. Los desperfectos ya se están arreglando y si el carbón de
las calderas lo tienen que echar otros, bienvenido sea. De ésta saldremos: a lo
mejor no tan fuertes, pero seguro que sí más sanos. Y yo sí que es un posible peaje
que estoy dispuesto a pagar con gusto. La violencia solo es un lastre en forma
de ancla.
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